24 agosto, 2010

Si yo no dormía, él tampoco.

Dejé mi peso sobre la barandilla del balcón y sentí cómo el viento recorría mi pelo. La fría noche aguardaba un amanecer perdido entre las horas, un salir del Sol que, quizás, y con suerte, nunca pasaría. Me alejé del borde y pasé a mi habitación. La gran cama con sábanas rojas estaba deshecha de tantas vueltas y el edredón había optado por el suelo. Paseé mis pies descalzos por la madera y llegué hasta el sofá. Allí, echado en una posición practicamente imposible, se encontraba él. No parecía haberle afectado nuestra pelea, nuestra discusión a altas horas de la mañana. Dormía placidamente, incluso sin almohada. Estaba terriblemente enfadada, y él no sentía nada. Giré alrededor del mueble y lo miré fijamente. Agarré su mano y tiré. Si yo no dormía, él tampoco. Se levantó sobresaltado y de muy mal humor. Me observó, con aire decidido, con el ceño fruncido. Me cogió de las rodillas y me llevó sobre su hombro. Le chillé, le pegué y, aún así, no paró. Me posó tumbada en la cama y se echó encima de mi cuerpo. Nuestras pieles se fusionaban, se insultaban, se pegaban y se decían a gritos que se amaban. Intentó besarme y le aparté la cara. Me mordió el cuello. Aquella noche, terminamos desnudos, tan frágiles a la luz detrás de la ventana. Estaba amaneciendo y nosotros seguíamos con nuestra lucha. Mi boca buscaba la tuya, y la tuya... La tuya buscaba un poco más abajo.

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