28 septiembre, 2010

Mañana me iré.

No es un adiós, es un hasta luego. Es triste, pero estoy cansada de los hasta pronto, de las perecederas distancias. No. No quiero más dolor. Quédatelo. Ni deseo más palabras, que caen, que rompen en mi cuerpo y hieren. Mi corazón sangra, mis ganas se pierden con la sangre que, poco a poco, inunda mis pulmones. Ya no respiro, ya no camino por la carretera que tú hiciste para llegar hasta ti. No puedo más. No soy capaz de seguir. Mis pies están destrozados y mi vestido roto, sucio, inservible. Voy a dormir un rato, aquí, en la cama fría y dura que, ahora, me construye tu amor. Mañana me iré.

27 septiembre, 2010

Invierno.

Lo nuestro ha existido lo que ha durado un largo invierno, lleno de ternura y de calor cerca de la chimenea. Ha tenido tiempo de moldearse, de quedarse, de tener días de frío, y con nieve. Ha habido tormentas, de días, de apagones mundiales y reconciliaciones como rayos, de cinco segundos, y se acabaron. Debastador, así ha sido nuestro amor. Se ha llevado todo con el agua de las lágrimas al caer sobre las casas. Se ha cargado la carretera con el hielo que ha arrancado de nuestros corazones y que ha ido quedando en los bordes. Nunca hemos terminado de pelear, sólo hemos dejado la pala de apartar la nieve y hemos corrido dentro de casa, al sofá, o a la cama, y nos hemos dado demasiado. Entonces, volvíamos a empezar. Al amanecer, ya teníamos un nuevo tema de discusión. Mi amor, ha llegado la primavera. Y esa estación no es la nuestra. No hay nieve, no hay chocolate caliente, no hay chimenea ni hay besos entre las mantas de encima del sofá.

Lo que dura un recuerdo.

No me preguntes por qué, pero cada vez me siento con menos fuerzas y con más ganas de abandonar. De dejar todo y alejarme a una velocidad mayor que la de la luz. Quiero desaparecer, que nadie me recuerde. Deseo olvidarme de todo lo que dejo atrás, mientras camino, mientras mis huellas se quedan pegadas en el suelo, todavía mojado por las lágrimas que cayeron cuando dije que me iba. Que me largaba para no volver. Ah, regresar. En la vida, demasiadas veces se dice "nunca"; sin embargo, ¿cuánto dura ese "jamás"? Lo que dura un minuto de angustia, o de pasión. Se puede decir que perdura lo que también dura un "siempre". Es decir, nada, ni siquiera segundos robados del reloj. Tiene el mismo tiempo que posee un amor. Una noche entre sábanas blancas. Y se acabó.

I don't feel like go, forgive and forget.

We're always like this, always arguing, always thinking about the fucking problems that we both have. I'm tired of all this shit, because it makes me ungry, it makes me stupid, it makes me sad. And I don't want to be like this anymore. But I don't want to be every single second with you either, because... Because... What's going to happen when we won't be able to be together? I won't know what's going to happen with you, but... What about me? I'll be lost. And I don't think all this love deserves my pain.

23 septiembre, 2010

Seamos rebeldes.

Esta sociedad no es más que una mentira, una ilusión. Nuestro último fin es intentar vivir un poco más de tiempo, con ninguna enfermedad y la posibilidad de poder seguir corriendo. Una imposibilidad. Eso de que nada es imposible, ¿quién lo dijo? Obviamente, lo proclamó para alguien que perdía la esperanza por la estúpida vida humana. Y yo pregunto: ¿de verdad te importaba tanto esa persona? Habitamos en un mundo egoísta y capitalista, donde el pez más grande es el que abusa de otros y consigue amontonar el máximo dinero en las Islas Caimán. Aquí no parece sobrevivir nadie, la inmortalidad no se puede comprar con un par de billetes. En esta mierda de mundo, hay dos clases de personas: las que merecen la pena, o rebeldes, y las que no merecen la pena, o los que aparentan ser rebeldes.

No tengo nada.

Al parecer, no había conocido el verdadero amor, sólo pequeñas porciones de pasión y poco compromiso. Tampoco sabía nada del mundo, puesto que, cada vez, se sabe menos y menos; se pretende enseñar y, al final, poco se aprende, o no se aprende nada. Salvar el medio que me rodeaba no era mi fuerte; rara vez reciclaba y me gustaba el coche para unas distancias de veinte minutos andando. Mi escritura se había tornado vana, siempre tenía ideas para libros, pero también se quedaban en un capítulo, o en unas absurdas páginas. Ni siquiera servía para cocinar; la pasta se me quedaba dura y los huevos se rompían antes de salir de la sartén. Supuestamente, todo ser humano tenía una razón para su existencia, sin embargo, yo todavía no había encontrado la mía. Y éso, me ponía de los nervios. Vivir para nada, ¡qué sin vivir!

22 septiembre, 2010

Adam y Elisabeth: Bailes.

-¿Qué le ocurre, Señorita Linn? -preguntó con cierto aire de broma.
-El problema es que... Llevo noches sin dormir, y mi mente descansa sólo cuando piensa en un estúpido arrogante. No sé qué hacer, porque él no merece la pena, ni siquiera llega a mi altura. Lo único que sabe hacer es bailar. Bailar demasiado cerca, para mi gusto -resumió Elisabeth mientras Adam arrastró sus dedos por la espalda y le acercó a sí, de manera peligrosa, sin decoro alguno.
-Si es el Señor Gill, debo decir que no opino lo mismo en cuanto a su baile extraordinariamente fantástico... -comenzó, con tono sarcástico y una sonrisa torcida en la cara.
-No es el Señor Gill, no es nada prepotente y, además, pisa mi vestido al danzar.
-Entonces, ¿quién es, Señorita Linn? -preguntó.- ¿Una nueva conquista?
Terminó la canción y sus cuerpos quedaron separados. Al hacer la reverencia pertinente, Elisabeth terminó:
-No, no hay nadie que ocupe mi loca cabeza, además de usted, Señor Wright.
Adam cogió su mano y la besó, y añadió:
-Ha sido un verdadero placer haber compartido este baile con usted. Una pena que no tenga toda la noche para continuar en sus brazos.
Los dos se separaron y avanzaron hacia un extremo, y otro, del salón. Se miraron, disimuladamente, durante la velada. Mientras bailaban con otros, charlaban o tomaban un poco, o mucho, champagne.

21 septiembre, 2010

El tiempo no corre en mi reloj.

El tiempo no corre en mi reloj, ha debido quedarse parado. ¿A qué esperas? Tengo prisa. Me entretienes con tus agujas paralizadas. Nunca cae la noche en mi ciudad. Es raro. Además, el ayuntamiento ha decidido gastarse el dinero que presupuestaban para arreglar las casa más desperfeccionadas por la gran catástrofe, en farolas. Hay miles de farolas en las calles que no se utilizan. Que no sirven para nada. Rara vez hay atardecer, o amanecer, así que los amantes están desesperados porque no pueden dar un romántico paseo por la playa. Yo no entiendo qué ven en éso. Qué obsesión por lo romántico. ¿Qué es el amor, al fin y al cabo? Unas manos juntas, unos abrazos al despertar, unos besos antes de dormir. El amor no sirve para nada, igual que las farolas.

Tic, tac.

Puede decirse que hace mucho que no escribo, o que hace muy, muy poco. Los días han sido eternos, y cada hora parecía un siglo. Sé que es una estúpida hipérbole, que nadie podría hacer que su tiempo fuese tan largo. Muchos lo quieren para sí, ésto que yo estoy viviendo y que se llama un parón en el tiempo. La clave es precisamente el aburrimiento. Si estás terriblemente aburrido, tu vida será larga, larguísima. Si, por el contario, lo pasáis en grande, vuestros segundos correrán para llegar al final. La llave para abrir, pues, la semi-eternidad, es engañar al reloj y hacer todo lo posible para que él no piense que estáis, sinceramente, disfrutando ese momento.

14 septiembre, 2010

Adam y Elisabeth

Sus tacones resonaban por la vieja madera de la casa construida años antes. No sabía decir cuántos, aquella no era su mansión, pero le echaba unos veinte, por lo menos. Aún siendo antigua, todavía guardaba rincones ostentosos, que denotaban una gran afición por el oro y la madera tallada en formas elegantes y sobrias. Decidió quitarse los zapatos, ya que, lo único que hacían era intentar descubrir, ante sus anfitriones, su escapada nocturna a la ciudad; acción que no hacía mucho favor a su imagen, que guardaba el decoro de la época. Al final del extenso pasillo, vio una vela encendida. Por un largo segundo, guardó su aliento para otro momento y esperó. La luz se disipó, pero pasos se oyeron sobre el suelo. Tras su viaje, los pies reposaron sobre la moqueta color escarlata en la que también aguardaban, silenciosos, los pies de ella.
-No está muy bien visto que una señorita salga, sin compañía y a altas horas de la noche, de cualquier casa. Incluso es menos decoroso que abandone la estancia siendo una invitada, Señorita Linn -dijo una voz masculina demasiado conocida, con un ligero tono de arrogancia, de poder.
Elisabeth respiró, por fin. Se quedó mirando a aquel hombre, ese muchacho que se creía maduro y que tenía la absurda manía de aparecer cuando menos se le requería. Adam era el hombre más deseado del viejo Londres, y Elisabeth seguía sin entender por qué. Él era egocéntrico y derrochador de un dinero que no le pertenecía. Además, se comportaba como si su madre fuese la mismísima Reina y tenía fama de mujeriego insoportable. Nunca había entrado en su cabeza la idea del compromiso, y el simple roce cercano al matrimonio había sido denegado hasta que tuviese los veinticinco. Era apuesto, era cierto, poseía unos ojos grises que penetraban, de forma inusual, en los ajenos, y que paraban, de vez en cuando, y con disimulo, en las curvas de las mujeres, lo que ponía de los nervios a Elisabeth. Era alto, medía una cabeza y media más que ella, y sus músculos sobresalían, perfectos, únicamente cuando su chaqueta era retirada por el calor que le proporcionaban unas copas de más. No comprendía por qué las jovencitas suspiraban, no sólo por su físico envidiado, sino también por su carácter engreído y altivo.
-Y usted entenderá, Señor Wright, que un señor no puede estar levantado a tan altas horas de la madrugada. Debería estar descansando para finalizar con éxito su tarea de anfitrión esta semana -respondió susurrando.
Elisabeth era una muchacha que tenía aires de superioridad, que era difícil de manejar y que se quejaba de cada pequeño fallo. Era demasiado dominante, incluso en los bailes. Aún así, su rostro y sus preciosos vestidos, distintos a los de las demás, sobresalían en los salones con grandes lámparas y extensos espejos que sólo reflejaban su brillo. Tenía las mejillas sonrosadas siempre, incluso sin haber tocado el alcohol, y sus ojos eran marrones, oscuros, con más seguridad de la que tendría ninguna otra. Ella disfrutaba con las miradas puras de los hombres, que le pedían uno, y otro, y otro baile. Lo que irritaba realmente a Adam es que adoptaran una posición grosera con ella, bajando la mano un poco por su espalda, antes de recibir su mirada de queja y regresaran a la situación inicial de danza. Él no entendía como su estilo reprochador y soberbio era tan preferente ante los hombres que rodeaban sus círculos.
-Entonces, ¿cree que debería guardar su secreto? -preguntó Adam.
-Haga lo que usted crea conveniente -contestó Elisabeth.
-Puede que, si me lo pide de manera más educada, pueda ayudarla con su querida madre. La señora Linn no parece desear más disgustos.
-¿Debería tomarme eso como una amenaza, Señor Wright?
-Debería tomárselo como usted crea conveniente, Señorita Linn.
-Le pido disculpas por mi comportamiento, si es usted, así, más feliz. No hace falta dar información a nadie sobre mi aventura. Ha sido una vez y no volverá a repetirse. Se lo prometo -terminó ella, con ironía y dándose la vuelta para llegar a su habitación.
-No es creíble, Elisabeth.
Ella regresó a estar enfrente de él, pero parecía estar más cerca que antes, y sus labios casi rozaban el pecho de él. Hasta entonces, no se había dado cuenta, pero Adam llevaba los pantalones de su pijama, dejando a la vista sus esculturales abdominales. Le miró a los ojos.
-¿Sabe qué, Señor Wright?
-Dígame.
-Es usted un estúpido arrogante, Adam.
Giró para ir, enfadada, a su cama, pero una mano la detuvo.
-¿Sí? Pues es usted una señorita que se cree mejor que los demás y que piensa que nadie la merece.
-No tiene usted la educación necesaria para hablar con una mujer.
-¿Con una mujer, o con usted?
-Lo que decía, un completo idiota.
-Cállate.
Adam se sintió atraído por una fuerza gravitatoria que ella emitía, y se aproximó a su vestido mojado. Pasó los dedos por su cadera y se quedó ahí, parado, con su nariz pegada a la de ella. Elisabeth entreabrió los labios y se paralizó, hipnotizada por su mirada metalizada y constante. Después de varios minutos, se separó de él y dio un paso atrás.
-Elisabeth... -comenzó él.
-Buenas noches, Adam -dijo deslizando sus delgados y finos dedos por la piel de él.
Los dos caminaron hacia su aposento aquella noche, pero ninguno pudo conciliar el sueño. No sabían, exactamente, lo que había pasado. Simplemente se daban cuenta de que había ocurrido, entre ellos, un hecho poco decoroso. Una corriente que les azotaba y que pensaban que nunca llegarían a sentir.

03 septiembre, 2010

Vacío.

Es un vacio incrontolable, que crece y se hace ancho, que cava un agujero tan grande que atraviesa el poco alma que me queda. No me siento muy llena ahora mismo, ni de felicidad, ni de alegría, ni de curiosidad, ni siquiera de imaginación. El amor parece que... No se acabó, pero se rompió en pedazos tan pequeños que no soy capaz de reconstruirlos. Lo he intentado ayer, durante casi toda la noche. Y, ¿de qué me ha servido? De nada, los trozos siguen en el suelo, desordenados, con sangre en los bordes. Tengo los dedos destrozados después de una lucha incansable durante horas y horas, en las que los segundos se contaban con cortes de cristal. ¿Qué va a pasar ahora? ¿Qué hago? ¿Meto las fracciones en una caja o los abandono ahí, esperando a que alguien los recoja por mí? ¿Echo a correr o me quedo quieta? ¿Te beso, o ni lo intento? Tengo miedo, porque no sé lo que voy a hacer, ni lo que va a pasar después de que lo haga. Y no soluciona las cosas que presiones. Porque tú estás sufriendo, pero yo también. Porque no puedo decirte que quiero estar contigo si ni siquiera me has dado tiempo para saber cómo estaría sin ti.

Doloroso, estúpido y poco corriente.

Te has ido porque yo te lo he pedido. En estas horas, sólo he tenido las ganas para pensar que era imbécil por dejar que te pierdas, que eches a andar y que, al girar una esquina, ya no te vea. ¿Sabes? He tenido el teléfono entre mis manos, y no he sido capaz de llamarte. Desde el último mensaje, he estado cinco horas dando vueltas sobre la cama mirando el móvil con cara de ansiedad, con las lágrimas cayéndome por la mejilla y con la angustia pegada a la garganta. Me he levantado al baño doce veces, hasta que decidí caminar hasta el salón con el rollo de papel higiénico en la mano. Me puse a escribir en el cuaderno, en el diario que no habías querido leer. Nunca había llorado tanto. Ni me había sentido tan mal, ni siquiera había probado el sabor amargo de un adiós tan poco corriente, tan doloroso y tan estúpido.

Culpa mía.

Es un sentimiento tan fuerte que ni se me ocurre describirlo. En cierto modo, yo me lo he buscado. Nadie ha venido y me ha pegado, o me ha dicho cosas que no me han gustado. Yo sola me he metido en esta especie de habitación sin puertas que, cada vez, se hace más pequeña. Estúpido miedo. Porque fue sólo éso. Miedo. Llegó un momento en el que me asusté tanto que... Únicamente encontré una salida. Puede que no sea la correcta, o que, quizás, sea la demasiado acertada. Ya me he cansado de pensar. Y de llorar. Me hace falta un poco de... Tiempo, para tomarme en serio ésto, para creerme que ya no estamos... Que... Ni tú estás ahí, ni yo estoy aquí. No para un nosotros. Mi cabeza juega mal, mi mente me ataca, hasta mis piernas me llevan la contraria. Y nunca había tenido sueños tan horribles y tan cortos. Estaba haciendo la matrícula y me hicieron pagar 1,12 euros. Me tragué el maldito nudo de la garganta y seguí finjiendo, entreteniéndome, poniendo sonrisas. Lo peor de todo ésto... Es que es mi culpa.