14 septiembre, 2010

Adam y Elisabeth

Sus tacones resonaban por la vieja madera de la casa construida años antes. No sabía decir cuántos, aquella no era su mansión, pero le echaba unos veinte, por lo menos. Aún siendo antigua, todavía guardaba rincones ostentosos, que denotaban una gran afición por el oro y la madera tallada en formas elegantes y sobrias. Decidió quitarse los zapatos, ya que, lo único que hacían era intentar descubrir, ante sus anfitriones, su escapada nocturna a la ciudad; acción que no hacía mucho favor a su imagen, que guardaba el decoro de la época. Al final del extenso pasillo, vio una vela encendida. Por un largo segundo, guardó su aliento para otro momento y esperó. La luz se disipó, pero pasos se oyeron sobre el suelo. Tras su viaje, los pies reposaron sobre la moqueta color escarlata en la que también aguardaban, silenciosos, los pies de ella.
-No está muy bien visto que una señorita salga, sin compañía y a altas horas de la noche, de cualquier casa. Incluso es menos decoroso que abandone la estancia siendo una invitada, Señorita Linn -dijo una voz masculina demasiado conocida, con un ligero tono de arrogancia, de poder.
Elisabeth respiró, por fin. Se quedó mirando a aquel hombre, ese muchacho que se creía maduro y que tenía la absurda manía de aparecer cuando menos se le requería. Adam era el hombre más deseado del viejo Londres, y Elisabeth seguía sin entender por qué. Él era egocéntrico y derrochador de un dinero que no le pertenecía. Además, se comportaba como si su madre fuese la mismísima Reina y tenía fama de mujeriego insoportable. Nunca había entrado en su cabeza la idea del compromiso, y el simple roce cercano al matrimonio había sido denegado hasta que tuviese los veinticinco. Era apuesto, era cierto, poseía unos ojos grises que penetraban, de forma inusual, en los ajenos, y que paraban, de vez en cuando, y con disimulo, en las curvas de las mujeres, lo que ponía de los nervios a Elisabeth. Era alto, medía una cabeza y media más que ella, y sus músculos sobresalían, perfectos, únicamente cuando su chaqueta era retirada por el calor que le proporcionaban unas copas de más. No comprendía por qué las jovencitas suspiraban, no sólo por su físico envidiado, sino también por su carácter engreído y altivo.
-Y usted entenderá, Señor Wright, que un señor no puede estar levantado a tan altas horas de la madrugada. Debería estar descansando para finalizar con éxito su tarea de anfitrión esta semana -respondió susurrando.
Elisabeth era una muchacha que tenía aires de superioridad, que era difícil de manejar y que se quejaba de cada pequeño fallo. Era demasiado dominante, incluso en los bailes. Aún así, su rostro y sus preciosos vestidos, distintos a los de las demás, sobresalían en los salones con grandes lámparas y extensos espejos que sólo reflejaban su brillo. Tenía las mejillas sonrosadas siempre, incluso sin haber tocado el alcohol, y sus ojos eran marrones, oscuros, con más seguridad de la que tendría ninguna otra. Ella disfrutaba con las miradas puras de los hombres, que le pedían uno, y otro, y otro baile. Lo que irritaba realmente a Adam es que adoptaran una posición grosera con ella, bajando la mano un poco por su espalda, antes de recibir su mirada de queja y regresaran a la situación inicial de danza. Él no entendía como su estilo reprochador y soberbio era tan preferente ante los hombres que rodeaban sus círculos.
-Entonces, ¿cree que debería guardar su secreto? -preguntó Adam.
-Haga lo que usted crea conveniente -contestó Elisabeth.
-Puede que, si me lo pide de manera más educada, pueda ayudarla con su querida madre. La señora Linn no parece desear más disgustos.
-¿Debería tomarme eso como una amenaza, Señor Wright?
-Debería tomárselo como usted crea conveniente, Señorita Linn.
-Le pido disculpas por mi comportamiento, si es usted, así, más feliz. No hace falta dar información a nadie sobre mi aventura. Ha sido una vez y no volverá a repetirse. Se lo prometo -terminó ella, con ironía y dándose la vuelta para llegar a su habitación.
-No es creíble, Elisabeth.
Ella regresó a estar enfrente de él, pero parecía estar más cerca que antes, y sus labios casi rozaban el pecho de él. Hasta entonces, no se había dado cuenta, pero Adam llevaba los pantalones de su pijama, dejando a la vista sus esculturales abdominales. Le miró a los ojos.
-¿Sabe qué, Señor Wright?
-Dígame.
-Es usted un estúpido arrogante, Adam.
Giró para ir, enfadada, a su cama, pero una mano la detuvo.
-¿Sí? Pues es usted una señorita que se cree mejor que los demás y que piensa que nadie la merece.
-No tiene usted la educación necesaria para hablar con una mujer.
-¿Con una mujer, o con usted?
-Lo que decía, un completo idiota.
-Cállate.
Adam se sintió atraído por una fuerza gravitatoria que ella emitía, y se aproximó a su vestido mojado. Pasó los dedos por su cadera y se quedó ahí, parado, con su nariz pegada a la de ella. Elisabeth entreabrió los labios y se paralizó, hipnotizada por su mirada metalizada y constante. Después de varios minutos, se separó de él y dio un paso atrás.
-Elisabeth... -comenzó él.
-Buenas noches, Adam -dijo deslizando sus delgados y finos dedos por la piel de él.
Los dos caminaron hacia su aposento aquella noche, pero ninguno pudo conciliar el sueño. No sabían, exactamente, lo que había pasado. Simplemente se daban cuenta de que había ocurrido, entre ellos, un hecho poco decoroso. Una corriente que les azotaba y que pensaban que nunca llegarían a sentir.

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