02 febrero, 2010

Agua helada.

Me metí en la piscina. El agua estaba fría, casi helada. Supuse que esa sensación se me pasaría, así que terminé de dejarme caer dentro del líquido transparente. Comencé a nadar. Todo estaba silencioso, sólo se escuchaba mi respiración y mis brazos rompiendo la barrera acuosa. No me sentía con fuerzas, aún así, continué. Permití que cada molécula del fluido recorriese mi piel, deseando que fuese otro el que pasease sus dedos por mí. Paré en una de las esquinas para tomar aire. Me habían recomendado el deporte acuático porque, supuestamente, la natación limpiaba el alma. Después de catorce largos, había llegado a la conclusión de que únicamente servía para cansarse. Seguí con el ejercicio, queriendo, a toda costa, dejar de pensar en lo que me pasaba o no. El agua cada vez estaba más fría. Toqué el suelo, no lo recordaba tan arriba. Me extrañe, pero no miré hacia abajo. Después de unos minutos, la altura de la piscina me llegaba por la mitad de los muslos. Intenté salir, escapar de ese lugar tan extraño. De repente, el hielo se cerró en torno a mis pantorrillas, subiendo por mis piernas suavemente. Tiritaba. Nadie me salvaría, no lograría tocar el borde ni las escaleras para huir por mi cuenta. La gran cristalera que había enfrente se cubría de una capa grisácea con reflejos azulinas, hasta ocultar los rayos del Sol. Gotas caían del techo, en el que se habían formado estalactitas. Las lágrimas volaban y se hacían piedra antes de tocar mi mejilla. Me ahogaba, las agujas que el hielo portaba se estaban clavando en mi corazón y mis pulmones. El trozo que cubría mi cuerpo se volvía rojo. Dolía. Chillé, sabiendo vano mi intento. Éso era lo que aconsejaban otras personas. Mientras perdías la conciencia y abandonabas las canciones de cuna para otro momento que no vivirías, no tenías la cabeza metida en asuntos peores que tu propia muerte y la angustia de saberse con un pie en el otro mundo. Ya sabes, un dolor mayor alivia al primero, que comienza a ser insignificante.

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