14 noviembre, 2010

Domingo por la mañana.

El sábado noche ha dejado huella en ti. Ya no estás hecho para estas fiestas, repites, vanamente. Mientras te levantas de la cama y te diriges al cuarto de baño, mil imágenes recorren tu cabeza. No sabes cuáles son reales y, cuáles, un sueño. Te miras al espejo y ves el reflejo de un post-adolescente dolorido, con los ojos enrojecidos y las ojeras pintadas hasta la boca. Abres el grifo y te lavas la cara. No recuerdas con exactitud a quién te llevaste a las sábanas. Quizás a nadie. El estómago te duele gracias a ese nosequé con falso tequila que te tomaste, por lo menos diez veces, ayer. La última fiesta a la que te apuntas, te dices. Pero tú y yo sabíamos que habría muchas más, por desgracia para tu hígado. Todo el cuerpo te cruje y los cigarrillos que se encontraron contigo en un bar te han dejado marcas en el brazo derecho. Abres la puerta de tu habitación, con miedo. Ya habías salido de allí antes; sin embargo, no te habías fijado en si había alguien a tu lado. Despejado. Bien. Te acercas a abrir la venta y subir la persiana. Hay que deshacerse del olor que desprende cada rincón del cuarto. La luz del Sol te despeja por completo. Vas en busca de tu móvil y paras a mirar esa foto que siempre ha estado en tu mesita de noche. Ella y tú. Vosotros antes de que ella decidiese que lo adecuado para su relación con otro chico fuese verte menos. Hacía una semana que estábais enfadados. Desbloqueaste la pantalla y... Seguía sin llamarte. Te vistes y descubres un papel escrito encima de tu escritorio. Una tal Susana quiere que la llames. Así que coges tus llaves de la mesa del salón y sales del apartamento. Al abandonar el portal, marcas su número. Y ahí, en un banco, está ella, sola, con la lárgima en la mejilla y el corazón hecho pedazos en el suelo. Susana iba a tener que esperar.

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