13 abril, 2010

Tus alas.

Puede que me haya equivocado muchas veces, que meta la pata cada vez que doy un paso y no miro hacia abajo. Me tropiezo, caigo y me levanto, como todo el mundo. ¿O es que tú no te equivocas? No soy perfecta, ni siquiera llego a ser normal, dentro de lo que se dice una persona que no tiene un error todos los minutos desde que comenzó a hablar. Quizás sí que soy cabezota pero, ¿qué humano no lo es? Nacimos para serlo. Además de egoístas, perezosos y masoquistas, ésa es una habilidad que desarrollamos todos, más o menos. No pretendo echarte en cara nada, creo que se me ha hecho tarde para eso. El tren se fue, el pájaro voló. Ya sabrás lo que dicen, más vale pájaro en mano que ciento volando. Y es que tú estabas más en el cielo que cualquier otro. A ti te gustaba sentir el aire cortándote la piel, los pies por encima de la realidad. Necesitabas precipitarte por el vacío para abrir tus alas, sin embargo, yo no te lo permitía porque me parecía estúpido, porque, para mí, mis ideas eran las que sabían de la vida, las que habían probado el sabor amargo de la caída. No tenía en cuenta lo que decías porque estabas tan loco que ni se me pasaba por la cabeza confiar en ti. No podías demostrar que sabías utilizar tus plumas sino te caías, y yo no quería perderte. No estaba dispuesta a echarte de menos, y mucho menos a olvidarte. Estábamos enfadados. Y seguimos en ese estado. Y, probablemente, no salgamos de él hasta dentro de mucho. Tenemos un grave problema y es que, si yo intento tirarme, me agarras de la mano y me riñes por cuestionar mi mortalidad y, si por el contrario, tú lo compruebas, yo te cojo del brazo y te grito por no tener miedo a la muerte.

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