07 abril, 2010

El Sol y La Luna.

El Sol estaba ahí arriba, con los ojos cerrados porque no podía soportar su propia luz. Lanzaba rayos a la hierba, más verde y húmeda que al amanecer. Las margaritas se cerraban en cuanto la sombra las atrapaba, con su oscura y deliberada frialdad. Caían como si no esperasen despertar al día siguiente, con la esperanza de que alguien jugase con ellas al "me quiere, no me quiere". Había una toalla abandonada en la tierra, en el trozo iluminado y alto de aquel jardín gigante. Se oía correr lejos el agua, arrollador, susurrando una canción al viento, el cual iba a su aire e intentaba inventarse otra melodía. Unas manos se entrelazaban y, más tarde, se soltaban. Unos labios sonaban ansiosos y, al rato, silenciosos, casi inexistentes. Llegó la hora en la que los abrazos cesaron y dejaron paso a los, pedidos a gritos, momentos a solas, con uno mismo, sin tener que soportar al otro. Se preguntaban por qué se habían cansado. Quizás necesitaban tiempo para echarse de menos. Se convencieron de que seguían amándose, de que morirían si fuese necesario por salvar la vida de su compañero. Se acercaron y se miraron. Sus dedos nerviosos se revolvían en el vestido de ella y en el pelo de él. Se observaron durante horas. Cada vez se aproximaban un poco, con miedo, con deseos de rechazo por parte del observador para demostrarse que tenían razón. Juntaron sus labios cuando la Luna salió por fin, en busca de ese amor que le esperaba hasta que le dolía el corazón, hasta que no tenía más remedio que irse porque se apagaba de pena. Ese chico que siempre iba con los ojos cerrados porque no podía soportar su propia luz. Los amantes seguían abajo, sin saber lo que se perdían si permitían marchar a su amor.

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