22 abril, 2010
Las cosas tal y como son.
Debería estar llorando, pegándome contra las paredes, gritándole a la almohada, concentrándome, únicamente, en sacar el dolor de mi pecho fuera de mí en forma de lágrimas. Lo curioso es que no siento nada de eso, ni siquiera un poco de pena. No me encuentro mal, ni me mareo, ni me duelen los nudillos de agredir a algo que no voy a poder tirar abajo. Es raro, ni un simple miedo acecha mi alma. Nada. No me he puesto agresiva, ni melancólica, ni filosófica. He tenido mi ataque en su momento, pero ahora, simplemente me cuesta creerlo. Después de tanto tiempo confiando, con la certeza en mis manos y tu corazón bien atado a mi cama, he comprendido que no hay que depender de las palabras, porque se las lleva el viento y, por supueto, no hay que dar por hecho cosas de las que no se han visto las pruebas. Claro que no todo era una farsa, muchas cosas eran demasiado reales. Nunca mentiste, solamente ocultaste lo que, a ti, no te convenía que yo supiese. Sabías que estabas haciendo mal, y aún así lo hiciste, porque a ti no te hacía daño. No voy a castigarte por ser humano. Todos somos egoístas y narcisistas, nos gusta que nos calienten la oreja con poesía, aunque sea de la barata. Es cierto, no te entiendo. Pero no por ello voy a sentirlo. No. No pienso pedirte perdón. Porque si el gato no hubiese sido curioso, jamás hubiese descubierto el mundo tal y como es, y no como alguien se lo cuenta.
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